Rescatando a Jean-Paul
Sartre
Cuando se cumplen 20 años de su
muerte, un estudio biográfico sobre el intelectual francés -escrito por
quien fuera uno de sus más enérgicos adversarios- revalora su figura como
personalidad del siglo XX.
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"Hay un gesto permanente en Sartre, de decir:
ŒTodo ha cambiado, me equivoqué, es ahora que estoy en lo correcto¹",
señalaba hace algún tiempo Michel Contat.
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¿Qué es existencialismo?
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A fines de la II Guerra Mundial, la destrucción y la muerte sembrada
por el conflicto desacreditan la mirada optimista acerca del progreso
sustentada en el discurso positivista.
Es allí cuando descuella la figura de Sartre, que sin haber inventado el
término existencialismo -ya usado con anterioridad por pensadores como
Jaspers- le otorga una fuerte presencia a una filosofía que, si bien para
algunos es más una actitud que una escuela de pensamiento, llama la
atención por atender a temas como la subjetividad, la finitud, la
autenticidad, la enajenación, la libertad y la soledad.
Con raíces que pueden remontarse hasta los tiempos de San Agustín, el
danés Sören Kierkegaard aparece como referente cercano y obligado, al
rechazar la idea hegeliana de que en la historia ocurre lo que es
necesario que ocurra y plantear el reino de la posibilidad.
Al elegir una u otra alternativa de la vida, cada quien se elige a sí
mismo.
Y por lo tanto, enfrenta también la angustiante posibilidad de la nada.
Otro jalón en este desarrollo es planteado por la fenomenología de
Husserl, para quien la conciencia sólo es tal en la medida que es
conciencia de algo, y la ontología de Heidegger, para quien la vida
humana se manifiesta como referencia al mundo.
Para Sartre, el existencialismo es la filosofía que hace suya la
convicción de que "la existencia precede a la esencia".
Es decir, a diferencia de lo que establece la tradición platónica, el
hombre no tiene una misión o naturaleza que le exija obrar en
consecuencia.
No es más que lo que él hace de sí mismo.
Es él quien debe crear su propia esencia y por ello es completamente
libre e, igualmente, condenado a serlo.
Junto con ello, la visión sartriana critica todo determinismo, provenga
éste de la biología, el psicoanálisis o el marxismo.
Despreciada como filosofía burguesa o como ateísmo peligroso, el
existencialismo tiñó la obra ficcional del propio Sartre.
Sus novelas y piezas de teatro pueden leerse como extensiones de su
filosofía y reflejan también la evolución de su pensamiento.
En tanto, su Crítica de la razón dialéctica (1960) rompe con el
irracionalismo de sus principios y efectúa su mayor acercamiento
doctrinal al marxismo.
Este último, afirma, sólo se podrá superar con una "filosofía de la
libertad", inconcebible aún por falta de experiencia concreta.
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Durante años, Jean-Paul Sartre fue reconocido en todo el mundo como el
intelectual por antonomasia.
Este pensador bizco y de 1,55 m.
fue centro de numerosas polémicas, mientras sus conferencias llenaban
auditorios.
Exitoso narrador y autor teatral, fue el mayor responsable de que la
palabra existencialismo permeara la sociedad occidental y se convirtiese
en moda y más tarde en cliché.
Sin embargo, incluso antes de su muerte (el 19 de abril de 1980), ya
había sido enterrado por sus contradictores, olvidado por los filósofos y
denostado a causa de sus posturas políticas radicales.
Un voluminoso ensayo acerca de Flaubert (El idiota de la familia),
publicado entre 1971 y 1972, pasó casi inadvertido, mientras que a una
reedición de su clásica obra El Ser y la Nada (1943), aparecida por la
misma época, le faltaba una sección completa, sin que nadie se diera
cuenta de ello.
La tragedia de Jean-Paul Sartre es "la de los escritores que llegan a
ser más famosos que su obra", sentencia Bernard-Henry Lévy (51).
Este representante de los "nuevos filósofos" franceses, los mismos que
contribuyeron al descrédito del autor de La náusea, aparece curiosamente
hoy reivindicando su figura.
De modo sintomático, el libro recientemente publicado por Lévy -autor
bestseller de la filosofía y protagonista permanente del mundo mediático
galo- lleva por título Le siécle de Sartre (El siglo de Sartre, Ed.
Grasset).
Un texto que ha desatado todo tipo de controversias: sus detractores lo
leyeron con avidez y quienes lo elogiaron, no dejaron de objetarle
numerosos bemoles, lagunas y exageraciones ("exasperante, pero siempre
excitante", dijo uno).
Pese a la eventual aridez de esta obra de 668 páginas -cuyo subtítulo
reza: Una investigación filosófica-, no tardó en instalarse entre los
libros de ensayo más vendidos en Francia, superando los 60 mil
ejemplares.
Polémicas aparte y como lo destacó un crítico de Libération -diario del
cual el famoso novelista fuera primer director-, la obra "le devuelve a
Sartre su estatura, muestra que con Sartre no se termina nunca".
A 20 años de su deceso, esta figura mítica vuelve a dar qué hablar,
gracias a un autor que le confiere el status de "hombre-siglo": "Un
personaje hacia el cual convergen todas las fuerzas, todas las
intensidades de su época.
Un eje secreto.
Un imán; no alguien que fabrica el siglo, sino que lo imanta".
De estas nuevas reflexiones pueden renacer viejas preguntas.
¿Cuántos Sartre existieron? Grosso modo, Lévy distingue dos.
Está el aventurero rebelde y humanista que escribió Los caminos de la
libertad y afirmaba que los seres humanos "estamos condenados a ser
libres".
Pero también el estalinista que apoyó a Mao y al régimen sanguinario de
Pol Pot, que aplaudió el proceder de bandas terroristas y que llamó al
crimen político.
Incluso, plantea el autor, hay un tercer Sartre.
Uno que nace poco antes de morir el pensador y que reniega de toda su
filosofía para comenzar de cero.
Estas dimensiones no hacen sino abrir espacio a todos los mundos que
encierra el célebre intelectual francés, quien rechazó el Premio Nobel de
Literatura en 1964.
Su afán compulsivo por la escritura, su compromiso sentimental con
Simone de Beauvoir (ver recuadro), las copas interminables en el Café de
Flore (sitio predilecto de la intelectualidad parisina), sus visitas a
Kruschev, Tito y Fidel, su apoyo a los estudiantes de mayo del 68.
Todo en una óptica que tiende a ponerlo, en lo literario y lo
filosófico, por encima de Albert Camus, compañero de ruta con el que se
peleó en 1952 y a quien la historia ha ubicado -hasta ahora- en un sitial
bastante más privilegiado.
"Hay un gesto permanente en Sartre, de decir: ŒTodo ha cambiado, me
equivoqué, es ahora que estoy en lo correcto¹", señalaba hace algún
tiempo Michel Contat, especialista en el autor y editor de sus textos de
juventud.
Lévy, cuyo libro permite corroborar este aserto, ha tenido, a su vez,
una relación ambigua con quien hoy designa como "hombre-siglo".
Nacido en Argelia e hijo de un rico industrial, Lévy estudió filosofía
en un ambiente donde el estructuralismo y otras corrientes dejaban atrás
la idolatría que alguna vez el mundo académico sintió por Sartre (cuyas
posturas se consideraban más bien vejestorios intelectuales).
Líder de una hornada de pensadores desapegados de las grandes
ideologías, escribió en 1977 La barbarie con rostro humano, juicio a los
totalitarismos del siglo XX, de cara a los cuales la figura de Sartre
ciertamente queda en mal pie.
Más tarde, en 1980, asistió a los funerales de éste y fue sorprendido
por los miles de obreros y empleados que llegaron a despedirlo.
Su asombro, sin embargo, no pareció hacer variar su punto de vista: en
1991 publica Las aventuras de la libertad, donde evoca la trayectoria de
los grandes intelectuales del siglo XX...
y donde Sartre no es incluido.
De ahí que extrañen los tonos gloriosos con los que ahora pinta al
creador de Las moscas, que han dado pie a acusaciones de oportunismo, de
querer lucrar con el 20º aniversario de su fallecimiento.
Pero Lévy se defiende.
Señala que la lectura acabada de Sartre le permitió advertir, como lo
señala en una entrevista en Le Nouvel Observateur, que más allá de los
errores políticos, la suya "es la última verdadera tentativa filosófica
moderna", que en su estudio del sujeto se anticipó "de manera
vertiginosa" al pensamiento de Foucault y Lacan.
Y aun cuando habla del autor "monstruoso", lo defiende de las críticas
de indiferencia ante la ocupación alemana y señala que su progresivo
abandono de las tesis individualistas, en beneficio de una postura más
colectivista, se halla en su propia experiencia como prisionero en un
campo nazi.
Allí habría descubierto el valor de la lucha comunitaria, cuestión que
sólo maduraría en él más tarde.
Odiado desde temprano por muchos comunistas, que veían en el
existencialismo un "revisionismo para el uso de los intelectuales",
Sartre creyó, hasta avanzada su vida, en el marxismo como "el saber real
de nuestra época".
Y permanentemente trató de conciliar aquella ideología con su propio
pensamiento.
Este y otros aspectos hacen de él una de las personalidades más
contradictorias del siglo XX, ensalzado y repudiado por muchos que jamás
lo leyeron.
Una fuente inagotable de inquietudes que Lévy rescata en su libro y que,
con la aparición pronta de nuevos estudios y biografías, promete seguir
levantando polvareda.
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El hombre y el castor La relación más duradera que Sartre tuvo
en su vida fue la que trabó con la escritora y ensayista Simone de
Beauvoir, a quien él y los cercanos llamaban "Castor".
Se conocieron como jóvenes estudiantes y aunque nunca se casaron,
sostuvieron un vínculo de intensa y de mutua solidaridad.
A continuación, algunos pasajes del libro de Lévy sobre este nexo:
Amor y libertad.
Transparencia sin voluntad de pureza.
Soñar cada uno para sí, escribir cada uno para el otro.
No ceder ante su deseo, no ceder ante el deseo del ser amado.
Connivencia absoluta.
Extrema intimidad y, sin embargo, gran disparidad.
Sartre, por lo demás, trataba a Beauvoir de usted.
Tuteaba a un montón de gente, pero trataba a Beauvoir de usted.
¿Prueba de distancia? ¿De desconfianza? ¿O signo, por el contrario, de
elección? Elección, claro está.
Estrella fija.
Hay que escuchar a Sartre cuando dice: "En mi vida habré amado a una
persona con todas mis fuerzas, sin pasión y sin encantamiento, pero desde
adentro".
Después: "Hacía falta que fuese usted, mi amor.
Alguien que estuviese tan estrechamente ligada a mí que ya no se
distinguiera el uno del otro, la amo".
Más adelante: "No puedo estar separado de usted, ya que usted es como la
consistencia de mi persona".
Y de nuevo: "Mi vida ya no depende de mí", usted es "siempre yo", no se
puede estar "más unidos de lo que ya lo estamos, usted y yo".
"Unidos" es una palabra fuerte.
Una palabra que, puede sentirse, no es tampoco muy sartriana.
¿Cómo no conferirle, entonces, todo su peso? ¿Cómo no tomar en serio
este pacto de fidelidad, este contrato que vinculará, durante sus vidas y
más allá, a este hombre y esta mujer? ¿Cómo no sorprenderse, en pleno
siglo XX pero al más puro estilo del siglo XVIII, de esta relación a la
vez afortunada y peligrosa, límpida y misteriosa que toma algo del
"matrimonio de las almas" así como del libertinaje? (...
) Sartre tiene otras mujeres.
Siempre prefirió, es bien sabido, la compañía de las mujeres.
Siempre dijo que se aburría con los hombres, que para él esta mitad de
la humanidad existía apenas, que prefería "hablar con una mujer de las
cosas más insignificantes que hablar de filosofía con (Raymond) Aron".
Entonces, tiene otras.
Muchas otras.
Son las heroínas de sus novelas, las actrices de sus obras.
Todo un enjambre de mujeres que, en virtud de una ley establecida al
menos desde Les bijoux indiscrets, no dejan de aguardar el momento de su
posible entrada en la novela.
Es su hija adoptiva.
Es (Fran¡oise) Sagan, al final.
Todo tipo de mujeres para todo tipo de usos.
Pero lo hermoso es que ninguna -ni siquiera Dolores, su gran amor
norteamericano- lo desviará jamás de esta fidelidad transtemporal al
Castor.
Igualmente ella, el Castor, jamás dejará a su "amor transatlántico",
Nelson Algren -modelo del Lewis Brogan de Los mandarines- apartarla del
hombre de su vida.
Sartre y las mujeres, de nuevo.
Las otras mujeres.
Su relación con estas mujeres no tiene sentido, ni existencia casi, más
que en cuanto sirven para que se las cuente al Castor.
Se acuesta con Olga pero para ponerla en el papel en una de sus "cartas
al Castor", donde no hay detalle, por extremadamente íntimo que sea, que
él olvide consignar.
(...
) Ahora bien, él sólo sabe lo que escribe, sólo conoce el valor de lo que
acaba de escribir, cuando el Castor puede leer y juzgarlo.
"Usted, mi pequeño juez", le escribe él en el tiempo de El Ser y la
Nada.
Usted, mi primera lectora, mi "pequeña conciencia moral".
Usted, mi ojo, mi oreja, mi "testigo".
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