Juan Pablo II: (Karol Wojtyla)
Una juventud curtida en la adversidad
Juan Pablo II ha sido sin lugar a dudas –así
lo reconocen hasta sus más acérrimos detractores– la figura más colosal y
carismática que ha conocido el final del segundo milenio. Junto a ser guía
espiritual de casi mil millones de católicos, se ha convertido en el más
vigoroso defensor de la justicia social y los derechos humanos de todo el mundo
contemporáneo. En su largo pontificado ha demostrado una prodigiosa capacidad
para conciliar fidelidad y creatividad, prudencia e ingenio, paciencia y
audacia. Apoyado en su prestigio y autoridad moral como pontífice, se ha
revelado también como un diplomático de inmensa envergadura e influencia
mundial. Ha sido además protagonista de descollantes realizaciones
intelectuales y literarias, y goza de un innegable carisma ante la gente joven.
Muchos se preguntan con frecuencia de dónde
viene a Juan Pablo II esas indiscutibles cualidades personales. ¿Cómo ha
surgido este hombre? ¿Cómo se ha forjado una personalidad tan extraordinaria?
¿Qué hay en la biografía de Juan Pablo II que le ha permitido prepararse de
un modo tan sobresaliente para ejercer su misión como cabeza de la Iglesia
católica en una encrucijada de su historia tan difícil como la actual?
Si unos grandes expertos en la materia se
plantearan fabricar un líder mundial de semejantes características a
partir de un chico joven, es muy probable que pensaran en proporcionarle una
educación de élite, en unas condiciones cuidadosamente preparadas para
facilitar en todo lo posible su formación académica, intelectual y humana.
Sin embargo, en la biografía del joven Karol
Wojtyla no hay nada de eso. Apenas aparecen momentos de facilidad. Su infancia y
su juventud están marcadas por la tragedia, el dolor, la pobreza y la
dificultad. ¿Qué había entonces distinto a otros? ¿Por qué esas difíciles
circunstancias personales no le hundieron sino que curtieron su personalidad y
le prepararon para ser un persona tan extraordinaria? ¿Cuál fue su actitud
ante los obstáculos que encontró en su vida?
La biografía de Karol Wojtyla es una prueba de
cómo el hombre, sean cuales sean las circunstancias en que viva, puede elevarse
por encima de sus condicionamientos personales, familiares o sociales. No es que
esos condicionamientos no influyan, porque influyen, y mucho, pero nunca llegan
a eliminar la libertad. En toda biografía puede apreciarse la génesis de la
actitud que cada uno toma ante la vida. Veamos un poco cómo fue la de Karol
Wojtyla.
La tragedia golpeó por primera vez a Karol
Wojtyla el 13 de abril de 1929, día en que su madre falleció a la edad de 45
años, como consecuencia de una miocarditis. A Karol le faltaban cinco semanas
para cumplir 9 años, y su hermano Edmund estaba cerca de terminar su
licenciatura en la Facultad de Medicina de Cracovia. Después del entierro, su
padre –un teniente retirado que vivía de una exigua pensión– llevó a los
dos hermanos a rezar al Santuario de Kalwaria Zebrzydowska.
La muerte de la madre es sin duda traumática
para un niño, especialmente a esas edades. En lo más hondo de su ser, el
sufrimiento era desgarrador. Con el paso de los años, en su extensa producción
literaria expresaría, sobre todo en algunos poemas, que la idea de la muerte
estuvo muy presente en su conciencia durante toda su vida.
Karol y su padre se quedaron viviendo ellos dos
solos en Wadowice. Pasaban tales apuros económicos que el padre, recordando sus
antiguas nociones de sastre, tomó la aguja no sólo para remendar la ropa de
los dos, sino también para convertir sus viejos uniformes del ejército en
trajes para Karol.
Karol tenía 10 años cuando su padre le llevó
a Cracovia para ver cómo su hermano Edmund recibía el título de médico en la
Facultad de Medicina de la antigua Facultad de Jagellón. Edmund –aunque le
llamaban Mundek– tenía entonces 24 años y era muy popular. Sin embargo, poco
tiempo después, el 4 de diciembre de 1932, la tragedia volvió a golpear a los
Wojtyla: Edmund murió de escarlatina, contagiado por un paciente del hospital
de Bielsko, población situada a menos de una hora de Wadowice, donde había
trabajado como médico desde que obtuviera el título. Una epidemia de
escarlatina azotaba la región y el doctor Wojtyla, a sus 26 años, estaba de
guardia veinticuatro horas al día. Los demás médicos recuerdan a Edmund como
un doctor totalmente entregado al trabajo y con un penetrante sentido del humor.
La muerte de su hermano, según él mismo
explicó años después, le afectó quizá aún más que la de su madre, por las
circunstancias en que se produjo y por su mayor madurez entonces: tenía 12
años.
Pero el optimismo y la energía naturales de
Karol se impusieron a todo lo demás. Se sumergió todavía más en los
estudios, el deporte y el trato con Dios, que no paraba de crecer. Era el
primero de su clase en el instituto y buscaba a Dios de forma cada vez más
personal. Un chico de mucho talento, muy rápido y muy bueno. Sobresalía por
ser muy leal a sus compañeros. A pesar de la tragedia que surcaba su vida,
Karol era un entusiasta en el deporte, un joven muy sociable con el que
resultaba divertido pasar el tiempo. Las muchachas de Wadowice suspiraban por
él cuando se convirtió en un atractivo adolescente, pero no había nada que
hacer: no se sabía por qué, pero Karol no salía con chicas.
A los 13 años apareció su primera
publicación: una crónica de una página entera en el periódico de la iglesia
de Cracovia.
Karol tuvo suerte con sus profesores, que eran
un grupo de profesionales de una talla intelectual poco corriente en una
población de poca importancia como Wadowice. Los ha recordado toda su vida, y
siempre ha hablado de la importancia de los profesores en la formación de la
persona. El maestro que Karol encontró más interesante fue Edward Zacher, un
joven sacerdote que tenía un doctorado en astrofísica y otro en teología. Les
daba clase de religión y a menudo se desviaba del tema para llevar a sus
alumnos a los misterios de las galaxias y del microcosmos. Les enseñó a
pensar, a aplicar a ese empeño el saber que habían adquirido en el estudio de
otras asignaturas, pero siempre con el objetivo de demostrar que el conocimiento
basado en la verdad nunca descarta a Dios, sino que, al contrario, enseña
humildad ante el Creador.
Al profesor Forys debió Karol su amor y
fascinación por la lengua polaca y los grandes autores de su nación. Karol
alcanzó también un notable dominio de los clásicos latinos y griegos, gracias
al profesor Damasiewicz y Królikiewicz. Cuando terminó el bachillerato, Karol
leía latín y griego con una soltura que deslumbraba a sus profesores. El
instituto de Wadowice fue el secreto por el que años después Karol, siendo ya
arzobispo, dejaría atónito con su latín impecable al Concilio Vaticano II.
Por aquellos años Karol se aficionó también
al teatro. Era el individuo más activo y más eficaz del grupo de teatro que
formaron los chicos y chicas del instituto. Tenía una memoria extraordinaria y
un gran talento para las representaciones. En una ocasión, en que uno de los
actores tuvo que retirarse sólo dos días antes de la actuación, Karol se
ofreció a hacer simultáneamente los dos papeles –eran compatibles, cambiando
rápidamente el vestuario–, y no necesitó aprenderse el nuevo papel: ya se lo
sabía de memoria con sólo haberlo oído en los ensayos.
Los miembros de aquel Círculo de Teatro
viajaban con frecuencia, y gracias a eso Wojtyla trató con intelectuales del
más diverso género, con lo que fue adquiriendo un conocimiento excelente de la
cultura y las ideas universales.
Karol era uno de los mejores estudiantes y
tenía también cualidades de liderazgo. Fue elegido presidente de varias
organizaciones estudiantiles, y siempre querían que fuese él quien hiciera de
portavoz del instituto en acontecimientos de carácter nacional.
El verano de 1938, los Wojtyla –padre e hijo–
se trasladaron a Cracovia para que Karol pudiese ingresar en la universidad en
otoño. Karol era terriblemente pobre. Asistía a su clases vestido con unos
pantalones de tela burda y una arrugada chaqueta negra, la única que tenía. Su
padre se encargaba de que los zapatos del joven estuvieran siempre en un estado
aceptable. Si pudo matricularse en la Universidad de Jagellón fue gracias a las
excelentes calificaciones que había sacado en el instituto.
Al apuntarse a las clases del curso académico
1938-39 en la Facultad de Filosofía, Karol se echó encima una carga
extraordinariamente pesada y muy poco habitual, que ofrece pistas interesantes
sobre su personalidad y sus inquietudes. No sólo se matriculó de 16
asignaturas, sino que también asistía regularmente a cursos y conferencias
sobre temas muy variados, y –según contaba con asombro su profesor de
literatura– se ofreció voluntariamente a preparar un difícil y extenso
trabajo que le exigía un gran dominio del francés; para ello asistió durante
meses a clases particulares de esa lengua en casa de un amigo.
También hizo innumerables amistades, que le
llevaban a desarrollar una actividad que, teniendo en cuenta la fuerte carga que
sus estudios representaban, resulta difícil imaginar cuándo comía y dormía.
Participaba en una escuela de arte dramático, en un círculo intelectual y en
varias asociaciones literarias y estudiantiles más. De una de ellas fue elegido
presidente ya en 1939. Sus compañeros lo recuerdan como un joven tranquilo y
agradable, religioso, sociable y muy activo. Una compañera suya hace notar que
«cuando escuchaba en clase, Karol tenía la costumbre de mirar fijamente al
profesor, con enorme concentración..., como si deseara absorberlo todo».
Karol también escribía de forma inagotable.
En el plazo de un año escribió varios ciclos de poemas, un drama y varias
obras más. Para escribir de forma tan prolífica, el joven Karol debía
permanecer despierto gran parte de la noche en su casa, en el pequeño sótano
de la calle Tyniecka, ya que las horas del día las llenaba el trabajo
académico y todas esas actividades ajenas a los estudios, que también ocupaban
parte de la noche. Aprendió, con su extraordinaria capacidad de concentración,
a escribir aprovechando todos los momentos disponibles del día o de la noche,
sentado, de pie, e incluso viajando. Juan Pablo II ha demostrado poseer una
energía y una fuerza asombrosas –física, mental y espiritual– y esto ya
era evidente desde aquellos primeros años de Cracovia.
Por aquel entonces, casi nadie en Polonia
imaginaba –a pesar de las señales y presagios que aparecían ya con claridad–
que el mundo entero se encontraba al borde de una terrible guerra mundial. Sin
embargo, el 1 de septiembre de 1939, al amanecer, fuerzas alemanas entraron por
el sur de Polonia, y aviones nazis llevaron a cabo las primeras pasadas de
bombardeos sobre Cracovia durante la mañana, sembrando el pánico y el caos en
la ciudad.
Cinco días después, Cracovia era tomada por
los alemanes. A las pocas semanas, el mando nazi impuso una obligación de
trabajo público que no era otra cosa que trabajo forzoso. Todos los
judíos, incluidos los niños de más de 12 años, fueron dirigidos al
trabajo indicado para ellos como objetivo educacional, y su destino
fueron los campos de concentración; baste decir que antes del Holocausto había
en Polonia tres millones de judíos, y después quedaron escasamente diez mil.
Karol tenía entre sus amigos y compañeros de colegio a bastantes judíos, y
aquello fue un cataclismo terrible que ha permanecido para siempre en la memoria
de quienes vivieron de cerca esos acontecimientos.
La Iglesia católica sufrió también una dura
persecución por parte de los nazis. La catedral fue cerrada, y sólo se
permitía celebrar Misa a dos sacerdotes los miércoles y domingos, pero sin
fieles. Muchas otras iglesias de Polonia fueron cerradas, al tiempo que
sacerdotes, monjes y monjas eran deportados a campos de concentración, donde
murieron más de tres mil de ellos. También se desató una guerra contra la
cultura.
Bajo el fantasma del desempleo y de la
universidad cerrada, aquella Navidad de 1939 se presentaba muy poco optimista
para los Wojtyla. Sin embargo, Karol llevaba una vida más activa que nunca. Un
amigo suyo recuerda cómo la mayoría de la gente estaba sumida en el tedio y el
aburrimiento, pero Karol estaba muy ocupado: leía, escribía, hacía
traducciones, estudiaba, rezaba. Durante aquellos meses su producción literaria
fue enorme y de una erudición y una calidad considerables. Le faltaba el
tiempo. A veces sentía la horrible presión de la tristeza y el pesimismo ante
tanta desgracia como veía a su alrededor, pero lograba superarlo.
Uno de los momentos más importantes de la vida
de Karol fue una fría tarde de sábado en febrero de 1940. Karol asistía a
unos círculos de formación espiritual para jóvenes organizados por los
salesianos en la parroquia de Debniki, cerca de su casa, y allí conoció a un
hombre llamado Jan Tyranowski. Inmediatamente surgió entre ellos una intensa
relación personal, de maestro y discípulo.
Tyranowski abrió a Karol unos nuevos
horizontes espirituales y humanos. Aquel hombre, que no era sacerdote sino un
sastre de unos cuarenta años, trabajaba las almas de aquellos chicos con una
gracia muy particular. Su palabra, en conversaciones personales o en aquellos
círculos, iba penetrando hondamente en cada uno de ellos, «liberando en
nosotros –son palabras de Karol, años después– la profundidad oculta de
una enormidad de recursos y posibilidades que hasta entonces, trémulamente,
habíamos evitado».
Karol charlaba cada semana con Jan Tyranowski,
normalmente en el modesto y abarrotado piso del sastre, además de verse en los
encuentros en grupo. En aquellas conversaciones, Karol iba comentando el
resultado de sus esfuerzos personales por mejorar en los puntos que se trataban
en las reuniones. Tyranowski sabía cuál era la importancia de esa disciplina
ascética para la formación de una persona. A medida que la amistad entre ambos
fue creciendo, paseaban con frecuencia, se visitaban en sus respectivos
domicilios, y pasaban largos ratos leyendo y conversando.
Karol tuvo que buscarse un empleo para su
propio sustento y el de su padre en la Cracovia en guerra. En agosto de 1940, un
restaurante del centro le contrató para hacer repartos. Un mes después, Karol
pasó a trabajar en una fábrica de la Solvay tenía cerca de las canteras de
Zakrzówek. Allí se arrancaban grandes bloques de piedras calizas por medio de
cargas explosivas, y se trasladaban por ferrocarril de vía estrecha hasta una
planta situada en el distrito industrial de Borek Falecki.
Sus primeros trabajos consistieron en tender
raíles y hacer de guardafrenos. Recibía unas raciones suplementarias de
alimento que los alemanes suministraban a los obreros que hacían trabajos más
duros. Tardaba alrededor de una hora en ir andando de su casa a la cantera,
principalmente campo a través, para trabajar en el turno de las ocho de la
mañana a las cuatro de la tarde. El invierno resultó de una dureza
extraordinaria aquel año, con grandes nevadas y temperaturas de bastantes
grados bajo cero. Perdía peso rápidamente y sentía frío en los huesos y
agotamiento de manera casi constante. Una vez al día y en grupos, los alemanes
permitían que los obreros pasaran quince minutos dentro de una barraca en la
que había una estufa de hierro, donde engullían el pobre almuerzo que traían
de sus casas. Karol –recuerdan sus compañeros– vestía una chaqueta con los
bolsillos abultados, unos pantalones remendados y cubiertos de polvo de piedra
caliza y rígidos a causa de las salpicaduras de petróleo, unos grandes zuecos
de madera y un sombrero deshilachado.
Karol Wojtyla padre enfermó gravemente poco
después de Navidad y tuvo que guardar cama. Ya no podía cuidar de la casa y
Karol se ocupaba de todo. Mes y medio después, el 18 de febrero de 1941, un
día especialmente frío, lo encontró muerto al llegar a casa. Había fallecido
de un ataque al corazón. Tenía 62 años.
Karol aún no había cumplido 21 años. Pasó
la noche rezando de rodillas ante el cadáver de su padre. A la mañana
siguiente se mudó al piso de una familia amiga, los Kydrynski, donde pasaría
los seis meses siguientes, porque se sentía incapaz de afrontar la terrible
soledad de su casa en la calle Tyniecka.
La muerte de su padre, junto con el hecho de no
haber podido estar con él cuando falleció, fue el golpe más fuerte y
dramático que sufrió en su vida. A partir de entonces, iba al cementerio todos
los días al salir de trabajar de la cantera, cruzando Cracovia de parte a
parte, para rezar ante la tumba de su padre. Sus amigos estaban preocupados,
viendo su sufrimiento, pensado que quizá no superara aquel golpe. Un amigo
suyo, que asistía con él a aquellos círculos, asegura que «fue la influencia
de Jan Tyranowski la que le ayudó a recuperar el equilibrio»; también dice
que «de no haber sido por Tyranowski, Karol no sería sacerdote, y yo tampoco;
no quiero decir que nos empujara: sencillamente, nos abrió un camino nuevo.»
Sin embargo, la decisión del sacerdocio aún
tardaría año y medio en madurar en el corazón y la mente de Karol. Años
después, recordaría «con orgullo y gratitud el hecho de que me fue concedido
ser trabajador manual durante cuatro años; durante ese tiempo surgieron en mí
luces referentes a los problemas más importantes de mi vida, y el camino de mi
vocación quedó decidido..., como un hecho interior de claridad indiscutible y
absoluta.»
El 23 de mayo la Gestapo hizo una incursión en
la parroquia de los salesianos de Debniki, y detuvo y deportó a trece
sacerdotes que luego morirían en los campos de concentración. Jan Tyranowski
se encontraba en la iglesia aquel día, pero los agentes no entraron en el lugar
donde estaba.
Poco después, Karol fue trasladado a un nuevo
trabajo en la cantera, que consistía en colocar los explosivos y las mechas en
la roca. Ahora pasaba más tiempo dentro del barracón, donde hacía menos
frío..., y Karol tenía la oportunidad de leer de vez en cuando.
El verano de 1941 fue trasladado de nuevo, esta
vez a la fábrica principal. Su tarea durante tres años fue acarrear a mano
cubos de madera llenos de jalbegue de los hornos hasta la lavandería. El
trabajo era más fácil, y bajo techo, pero empleaba casi dos horas en ir al
nuevo lugar de trabajo y otras tantas al volver. Karol prefería el turno de
noche (a veces se quedaba para hacer un turno doble y ahorrarse con ello los
largos viajes de ida y vuelta), porque era más tranquilo y podía dedicar más
tiempo a leer.
La oración constante fue lo que permitió a
Karol salir adelante, tanto en su vida espiritual como emocional, en medio de su
dura vida de trabajo. Rezaba cada día en la iglesia de Debniki antes de ir al
trabajo, rezaba en la fábrica, rezaba en una antigua iglesia de madera cerca de
la fábrica, y cuando se dirigía cada día al cementerio, después de trabajar,
rezaba ante la tumba de su padre, y después rezaba en su casa. La mayoría de
sus compañeros de trabajo, que conocían cómo era su vida en medio de aquella
persecución religiosa, le miraban con respeto, admiración y afecto. Stefania
Koscielniakowa, que trabajaba en la cocina de la planta, recuerda que su
supervisor señaló en una ocasión a Karol y le dijo: «este chico reza a Dios,
es un chico culto, tiene mucho talento, escribe poesía...; no tiene madre, ni
padre...; es muy pobre..., dale una rebanada de pan más grande porque lo que le
damos aquí es lo único que come».
Mientras tanto, Karol seguía encontrando
tiempo y energías para seguir con el teatro clandestino, asistir a reuniones
con intelectuales de Cracovia, charlar cada semana con Tyranowski, leer y
escribir abundantemente, aprender idiomas y seguir estudiando filosofía por su
cuenta.
Una tarde de septiembre de 1942, después de
ensayar una obra de teatro de Norwid, Karol se volvió hacia Kotlarczyk y le
pidió que no le asignara más papeles en las futuras representaciones del
grupo. Acto seguido le explicó que pensaba ingresar en un seminario clandestino
porque quería ser sacerdote. Kotlarczyk –que era el alma del grupo teatral, y
que ahora compartía con Karol el piso de la calle Tyniecka– pasó varias
horas intentando disuadirle de su propósito. Invocó la santidad del arte como
gran misión, recordó a Karol la advertencia del evangelio contra el
desperdicio del talento y le suplicó que aplazara su decisión.
Sin embargo, Karol se mantuvo firme y al mes
siguiente comenzó sus estudios en el seminario. Las clases eran individuales y
se daban en lugares secretos. La mayoría de los alumnos no supieron de la
existencia de los demás seminaristas hasta que acabó la guerra. La vida
externa de Karol apenas cambió a causa de su condición de seminarista:
continuó trabajando en la Solvay y cumplió sus compromisos con el Teatro
Rapsódico durante seis meses. La diferencia era que, ahora, a sus anteriores
obligaciones se unía la de estudiar en el seminario secreto, lo cual suponía
además un gran riesgo. Ser detenido como seminarista secreto significaba la
muerte en un campo de concentración, como de hecho sucedió a no pocos polacos
en esa situación.
Karol se levantaba al amanecer para ir a misa a
las seis y media; luego se iba corriendo a la fábrica Solvay, donde pasaba el
día; visitaba la tumba de su padre en el cementerio y volvía corriendo a casa
para hacer los deberes del seminario. A veces llegaba a esa misa de seis y media
después de salir del turno de noche. Siendo seminarista también estudió
alemán de forma sistemática, porque quería leer en su lengua original a una
serie de filósofos germanos que le interesaban especialmente. Luego utilizó un
diccionario alemán-español para aprender español y poder leer las obras de
San Juan de la Cruz en su lengua natal.
El 29 de febrero de 1944, cuando el optimismo
invadía Polonia porque la guerra parecía terminar, Karol sufrió un grave
accidente cuando volvía de trabajar. Un pesado camión del ejército alemán
cargado con unos tablones que sobresalían bastante hacia los lados le golpeó
al pasar. Quedó tendido en el suelo con una fuerte conmoción cerebral. Una
señora que pasaba por allí le lavó un poco con agua de una zanja, pararon a
otro camión y fue trasladado a un hospital. Estuvo nueve horas inconsciente,
quince días en el hospital y varias semanas más de convalecencia.
El 1 de agosto estalló un gran levantamiento
en Varsovia. El día 6, llamado Domingo Negro, el mando alemán, temeroso
de una sublevación en Cracovia, hizo una gigantesca redada en toda la ciudad.
Cuando irrumpieron en la casa de Karol, éste permaneció en su cuarto,
arrodillado y rezando en silencio, e inexplicablemente los soldados no entraron
en esas habitaciones.
Aun tardarían casi seis meses los nazis en
abandonar Cracovia. Con el final de la contienda, el seminario dejó de ser
secreto. Karol culminó con gran brillantez sus estudios, y el 1 de noviembre de
1946 fue ordenado sacerdote. Al día siguiente celebró tres misas por el alma
de su madre, su padre y su hermano, a las que asistieron todos los miembros del
Teatro Rapsódico. Su siguiente misa fue en la parroquia de Debniki, en la que
Jan Tyranowski estaba radiante de felicidad.
Con 26 años marchó a Roma para ampliar
estudios. El colegio en que se alojaba tenía muy malas condiciones: apenas
había servicios higiénicos, la comida era pésima, hacía un frío terrible en
invierno y un calor espantoso en verano. Allí mejoró su francés, al tiempo
que aprendía inglés e italiano. Karol se mostraba ávido de aprender idiomas:
en las comidas se sentaba junto a los norteamericanos, u otros estudiantes, y
les escuchaba con gran atención. Ya hablaba alemán y había aprendido español
por su cuenta en Cracovia. También impresionaba a todos sus compañeros de
estudios por su vigor y su destreza en el deporte.
No le gustaba el aislamiento. Procuraba
reunirse con personas con ideas y puntos de vista diferentes, y se esforzaba en
aprender de ellos. Karol siempre fue un oyente magnífico y un maestro de
silencios. Tenía el don de captar de inmediato la confianza de sus
interlocutores.
El 3 de julio de 1947 Karol recibió las
máximas calificaciones de sus cuatro examinadores de licenciatura, en una
prueba realizada íntegramente en latín. El 19 de junio de 1948 concluyó el
doctorado, también con las mayores notas posibles, aunque no pudo recibir
entonces el título de doctor por carecer de recursos necesarios para imprimir
su tesis. Fue un año y medio recorrido a uña de caballo, con apretadísimos
días de estudio y oración.
De vuelta a Polonia, su primer destino como
sacerdote fue en Niegowici, un primitivo pueblecito en el que no había agua
corriente, alcantarillado ni electricidad. La región había sido azotada
recientemente por una inundación que causó graves daños en todas las
construcciones. Allí se entregó por entero a la atención pastoral de esas
pobres gentes, a la enseñanza de religión de varias escuelas de la región, a
cuidar de los enfermos y visitar a todos. Organizó actividades para la gente
joven. Ganó rápidamente amigos y admiradores. Viajaba en carro o a pie –bajo
la lluvia o con un frío terrible, por el barro o por la nieve–, de pueblo en
pueblo, siempre accesible y de buen humor. Mientras viajaba en carro por la
carretera llena de baches, solía leer un libro. Cuando iba a pie, rezaba.
Cuando a una viuda anciana le robaron la ropa de cama, Karol le dio la suya y
él durmió durante meses sobre el somier, sin colchón ni sábanas ni nada. En
sus largas caminatas, la nieve se le pegaba a la sotana, luego se derretía en
el interior de las casas que iba visitando y volvía a helarse al salir,
formando una pesada campana alrededor de las piernas, una campana que cada vez
se vuelve más pesada e impide dar grandes zancadas; al llegar la noche, apenas
podía arrastrar las piernas, pero seguía, porque sabía que la gente le
esperaba, que eran personas que pasaban el año esperando ese encuentro.
Además, aquel invierno se presentó a los
exámenes para obtener el doctorado en la Facultad de Teología de la
Universidad de Jagellón, y obtuvo las máximas calificaciones. También
publicó varios artículos.
El 17 de marzo de 1949, tras siete meses de
servicio en Niegowici, Karol fue destinado como coadjutor de la iglesia de San
Florián, en Cracovia. Allí desarrolló enseguida una intensísima labor
pastoral. También seguía en estrecha comunicación con intelectuales, artistas
y estudiantes. En aquella ciudad donde la cultura era un culto, el sacerdote de
29 años, de brillante educación, encantador y perspicuo no tardó en
convertirse en una celebridad. Lleno de energía, cumplía sus obligaciones en
la parroquia y además mantenía una tupida red de amigos y conocidos entre
universitarios e intelectuales de la ciudad.
En noviembre de 1951, su obispo le ordenó que
dejara sus obligaciones parroquiales con el fin de obtener otro doctorado.
No se trata aquí de recoger toda su
biografía. Casi cincuenta años después, es un Papa que, a pesar de su
ancianidad, sus enfermedades, su cojera por la prótesis de cadera, a pesar de
todo, sigue siendo aquel sin miedo que no dudaba en enfrentarse con los
más vociferantes de sus enemigos, desde la paz tanto como desde la firmeza. El
coraje de Juan Pablo II se pone de manifiesto cada día, tanto en sus viajes
como en su determinación a no ceder a las pretensiones de aquellos que quieren
desvirtuar la naturaleza de la Iglesia para que se someta a los dictados de unos
u otros. Y quizá es esto lo que más molesta a sus críticos, a esos que a
veces amenazan con aguar el recibimiento preparado por los buenos católicos de
cada país. Porque nada les debe resultar más fastidioso que ver el cariño que
la multitud brinda a este Pontífice. A pesar de que él no procura ganárselo
poniendo el dogma o la moral en rebajas, la gente le admira y aplaude al
ver en él a un hombre sincero, valiente, capaz de gastar sus últimas energías
al servicio de la mejor de las causas.
Alfonso Aguiló
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